
Marcio
desde el patio de mi casa

Yo era la última a la que elegían los que hacían “pan y queso” para armar el equipo de “El delegado”. Aunque una vez fui anteúltima. Me prefirieron a Marita, que unos días antes le habían sacado el yeso del brazo derecho y todavía lo tenía hecho un flan.
Cuando tomo alcohol puedo llegar a preguntarme cosas como por qué al barrio de Caballito no le dicen Pony, que suena más lindo. Y de ahí, mi mente se puede ir al recuerdo de los Pequeños Ponies. Me encantaba peinarles las crines y también me acuerdo que cada vez que me obligaban a bañarme, para hacer el trámite un poco menos solitario, los metía conmigo en la bañera y los embadurnaba con jabón, shampoo y crema de enjuague: service completo de belleza. Mi preferido era el blanco con pintitas de colores y crines color verde. Creo que se llamaba Confite.
Hace unos días iba en el auto con mi mamá y mi hermana. Mamá se baja a comprar algo al kiosco. Yo giro la cabeza, la miro a mi hermana y le digo, Mamá es una caja de sorpresas. Siempre me cuenta cosas nuevas. Mi hermana me mira raro, ¿de qué me estás hablando?, me dice, a mí siempre me habla de lo mismo, que el abogado tal cosa, que el Banco tal otra, que los problemas de la casa, las cosas que se rompen, los impuestos, siempre lo mismo. Llega mamá y nos pregunta de qué estábamos hablando. Mi hermana le cuenta y mi mamá dice, es que vos Eugenia siempre estás revolviendo el pasado. Me gustó esa expresión (sin el tono peyorativo que la voz de mamá le otorgó al asunto): “revolver el pasado”, como si el pasado fuese algo que hay que cuidar a fuego lento.
Mi segundo cumpleaños cayó martes 13. También mi cumpleaños número 13, número 19 y número 24. Me acuerdo que un día antes de cumplir 13 le dije a una amiga bastante distraída que mi cumple iba a caer martes 13 y ella se quedó pensando hasta que me preguntó, ¿por qué el mío nunca cayó martes 13? Y claro, ¿cómo iba a caer martes 13 si cumplía el 7? Mi próximo cumpleaños que caiga martes 13 será el número 30. Eso va a ser duro Jason.
Creo que los que nacimos en 1980 cerramos una generación: la generación que jugaba a Prince of Persia. A todas las personas más chicas que yo a las que les pregunté por dicho juego no lo conocen, o sí, pero de nombre nada más, porque lo jugaban sus hermanos o hermanas mayores. Por mi parte, yo no conozco a nadie que haya rescatado a la princesa.
Tendría que tener pudor en decir cómo empezó toda esta libre asociación, pero si tuviese pudor en mi blog, no tendría blog. Todo empezó con Primo Levi.
¿No les pasa que a veces se sienten felices, extremadamente bien, que no pueden evitar sonreírle a todo el mundo y no saben por qué es?
El viernes llego a casa y veo que el Banco me dejó (sin que yo la pida) una tarjeta Visa. Como un mono con navaja, pensé al imaginarme a mí con ese bichito rectangular en la mano.
Mamá había hecho ravioles y cuando estaba a punto de servirlos empezaron a llegar un montón de visitas. La comida no iba a alcanzar así que le dijo a papá que haga asado. Yo puse la mesa y me senté. Era yo, pero cuando yo tenía cinco años más o menos. Los demás estaban en el parque, revoloteando alrededor de la parrilla. Mamá me sirvió ravioles y le dije que no quería, que esperaba a que estuviese lista la carne. Vos comés ravioles, me respondió. Pero yo quiero carne, le dije y me miró con una cara como si la hubiese insultado. Me sirvió los ravioles, pero no los comí, seguía esperando la carne. Llegaron las bandejas con la carne y a mí no me servían porque tenía el plato lleno de ravioles. No es que no quiera servirte, me dijo papá, pero en tu plato no hay lugar. Pensé en comerme los ravioles para hacer lugar, pero me di cuenta de que no era un buen plan: iba a haber lugar en el plato, pero no en mi estómago. Bueno, no sé en qué momento -así pasa en los sueños- los ravioles se transformaron en una papa gigante. Yo estaba muerta de hambre y de rabia: quería comer carne y no me dejaban. Mamá se levanta de la mesa, va a la cocina y vuelve con una bandeja que contiene una croqueta de arroz, o algo así, algo nada tentador. Me dice, adentro hay carne. Clavo el cuchillo, abro la croqueta y adentro hay una papa, mucho más chica que la que ya tenía en mi plato. No sólo más chica, además estaba toda blanda, casi en estado de puré.
Domingo a la tarde. Tomo el subte. El chico que está a mi lado se levanta cuando estamos por llegar a la estación Congreso y deja debajo del asiento un bolso negro. Se acerca a la puerta y estoy a punto de decirle que se olvida su bolso cuando un pensamiento me impide abrir la boca: ¿y si es una bomba? Veo a la chica que está en frente. No tiene más de 20 años y se va a morir, igual que el señor de las manos enormes que está más a la izquierda y yo, claro. Somos tres, cuatro con el chico de la bomba, pero tres nos vamos a morir. No me parece justo ni injusto. Tampoco me parece triste. La sensación es de frío, pero no de ese que hace temblar, es frío de mano muerta, pienso, y me acuerdo de una canción que me cantaba mi abuela acerca de una mano muerta que resucitaba y después se volvía a morir, una cosa extraña. Mi abuela me cantaba cada cosa… por suerte, esas canciones tan trágicas las cantaba en italiano y ahora no me acuerdo mucho de ellas. Llegamos a la estación Congreso. Pienso que si no tuviese que morir dentro de unos segundos, debería bajar en la próxima. Se abren las puertas. El chico de la bomba está por bajar y no baja. Vuelve a su asiento. No es el chico de la bomba, no hay bomba, es un chico que, tal vez, no vea bien y necesite levantarse para leer el nombre de la estaciones. Me bajo en Saenz Peña y, como una recién nacida, lloro, pero para adentro.
Viajar tanto, pasar un tercio de mi vida en medios de transporte públicos, hace que indefectiblemente esté mucho tiempo conmigo misma y nadie más. Además del viaje, también tengo esperas entre actividad y actividad, así que soy una gran frecuentadora de bares. Es verdad que aprovecho ese tiempo para leer, para imaginar historias, mirar a la gente, recordar… Y si bien me gusta estar sola, también me pasa bastante seguido que me aburro de estar sola tanto tiempo, entonces, como no me animo a hablar con los desconocidos, y no sólo no me animo, sino que tampoco me interesa demasiado, porque prefiero, siempre prefiero, imaginarme como son, bueno, como me aburro, lo que hago es pensar en mí como si fuera otra. Entonces descubro mis acciones recurrentes. Una de ellas es abrir dos sobrecitos de azúcar a la vez, para el café con leche. La cuestión es que cuando pido un café negro suelo no ponerle azúcar, a veces sí, pero no le pongo más de medio sobrecito, sin embargo abro los dos sobrecitos y los dejo sobre la mesa, no sin algo de culpa por derrochar algo que podría usar otra persona, pero no lo puedo evitar, es un acto automático: llega lo que pido, sea café con leche, café, té, cortado, lágrima, y siempre abro dos sobrecitos a la vez. También me siento siempre en la misma mesa de los bares a los que voy, siempre trato de sentarme en el anteúltimo asiento del colectivo de la fila de los asientos solos, siempre viajo en el último vagón del tren, siempre camino por una misma hilera de baldosas (por eso odio las veredas con baldosas poco definidas, como esas que tienen baldosas color marrón clarito con rayas al estilo tabla de lavar) y cuando bajo del colectivo, siempre tengo que pisar el suelo con el pie derecho. No cuento los escalones para de esa manera calcular qué pie poner primero en la escalerita a fin de llegar con el derecho a la vereda, no, nada de eso. Sin pensar ni calcular, sé (de manera misteriosa) qué pie poner primero para llegar con la derecha al suelo. Lo loco es que esta precisión no se debe al hecho de que los colectivos tienen siempre la misma cantidad de escalones: varían (en una oportunidad me dediqué a contar los escalones de distintas líneas de colectivos y lo comprobé).
Siempre me dicen que soy rara. Claro que yo no me considero rara porque para mí “raro” vendría a ser algo así como un ingeniero nuclear austríaco, miembro honorífico de la Asociación de la Lucha contra el Desorden. Eso sí que es raro. O los biólogos que se dedican a clasificar plantas y publican sus innovaciones clasificatorias en revistas especializadas de Alemania. Y ni hablar de los abstemios.
Interesante artículo, encontrado por el desaparecido Dragón del Mar, acerca de El hombre que reescribía a Carver
Cada vez que intento ordenar las carpetas y archivos de mi PC me encuentro enfrentada al monstruo abismal de lo inconmensurable, o algo por el estilo que suene así de rimbombante. Por ejemplo, la carpeta de los archivos de la facultad está adentro de una carpeta que se llama “Desdémona”, que es una obra de teatro que escribí en el 2004, pero el archivo de la obra se encuentra en una carpeta que se llama "Personales". Asimismo, la carpeta “Desdémona” está ubicada dentro de otra carpeta que se llama “2004” y la carpeta “2004” está adentro de otra que se llama “2005”. La carpeta “Imágenes” está vacía y los archivos de fotos están adentro de una carpeta que se llama “Cosas lindas”. “Cosas lindas”, por su parte, está adentro de una carpeta que se llama “David Lynch”. En la carpeta de “Saer” también hay fotos y la monografía final de Teoría literaria II. El ensayo de Saer propiamente dicho está en una carpeta que se llama “Serie”. El archivo de la serie que estuve escribiendo en el 2004 recién acabo de encontrarlo en una carpeta que se llama “Sólo para mí” y lo borré, era horrible, insalvable. En la carpeta “Música” hay archivos de partituras y también otra carpeta que se llama “Poesía”. En “Poesía” están los MP3 y un Zip del libro Orgullo y Prejuicio. En la carpeta “Ebooks” hay algunos libros, pero también está una especie de diario íntimo que escribía en el 2002. Las poesías están desparramadas por todos lados, así que el día que quiera reunirlas, tendré que entrar a todas las carpetas, cosa que evito sistemáticamente: hay algunas carpetas que hace años no reviso (tengo miedo de lo que me puedo llegar a encontrar).
Pueden conseguirla en los lugares que figuran a continuación. Recuerden que en mayo llega el número de dos, con más páginas y artículos muy interesantes gracias a los colaboradores de lujo que amablemente nos acompañan en este proyecto.

Ahora, desde que Julieta Prandi declaró que es fanática de Clarice Lispector, es difícil descubrir a esta escritora de manera azarosa, pero mi historia con Clarice, por suerte, fue anterior a la fama de Julieta: