Monday, July 25, 2005

Para que pasen cosas


I.
Fue su imagen y todo lo que leí en sus gestos. El vestido negro, ceñido, dibujaba su cuerpo delgado. Al no tener escote, la desnudez de sus brazos era cautivante, extrema, hasta hacerme sentir una especie de dolor. No pude sacar mi vista de ellos por largo tiempo. Todavía hoy cierro los ojos y aparecen intactos, fuertes, sacudiendo una coctelera plateada que refleja la luz, la poca luz del lugar, y toda ella parece manchada de plata impecablemente lustrada, como un ángel caído, parece batir sus alas para olvidar el impacto.

Hablaba con dos hombres que se encontraban en el medio de la barra. Sonreía y cada tanto se llevaba el pelo hacia atrás, no delicadamente, sino de manera firme y amable, como si su pelo fuera un niño al que le tuviera que indicar el lugar donde debía permanecer mientras ella hablaba con los adultos. Cuando no preparaba tragos, acompañaba sus palabras con movimientos seguros de sus manos. Sabía exactamente cómo moverse, tenía plena conciencia de su cuerpo y de la atracción que provocaba en los otros . Yo estaba en el extremo de la barra, de costado, esperando que se acercara a mí, pero no lo hizo. Vino la otra chica que estaba junto a ella a preguntarme qué quería tomar y tardé unos segundos en responder. Luego le pedí que me trajera una carta.

Me siento como un caballero de la resignación infinita, recuerdo que pensé, y eso le respondí a Irene, que llegó a los pocos minutos de haber pedido la carta, y me preguntó cómo estaba. Me propuso tomar cerveza y acepté. Hubiese querido pedir una bebida más adulta, pero no fui capaz de decidirme por ninguna.

II.
Imagino que habrá ido a visitar a su madre. Se levantó temprano para lavar la ropa. Acomodó la casa y revisó el cuaderno de su hijo para asegurarse de que haya hecho toda la tarea. Andrés se despertó más tarde y bajó a comprar el diario. Tomaron unos mates y discutieron por alguna cuestión de la vida cotidiana, demasiado insignificante, demasiado íntima, que me es imposible imaginar. Luego, él se encerró en su atelier y ella comenzó a preparar la comida. Mientras tanto, su hijo buscaba los juguetes que llevaría a la casa de su abuela. Después de comer tomaron un café, siempre toman café, imagino, después de comer. Acomodó los platos en la cocina, deseando encontrarlos limpios al regresar de la casa de su madre. Luego abrigó a su hijo y se despidió de Andrés. Le dijo que volvería alrededor de las ocho. Al salir cerró la puerta un poco más fuerte de lo habitual, sin darse cuenta, pero como consecuencia de la discusión de la mañana. Ahora estará en la casa de su madre, pero no lo sé, sólo me resta imaginarla.

III.
Después de esa noche, en que el vestido negro, ceñido, desnudaba sus brazos de manera tan hermosa y extrema que me hacía doler, la vi tres o cuatro veces más. Pasaron casi dos años hasta que volví a saber de ella. En esa época lo conocí a él. Yo estaba sentada en el extremo de la barra, de costado, junto a Irene, como casi todos los viernes cuando salíamos de la facultad. Fue ella la que me dijo que había un chico lindo sentado en el medio de la barra. Era Andrés.

Tenía diecinueve años en ese entonces, sin embargo me sentía muy cansada de vivir. Mamá me preguntaba por qué estaba cansada si no me había pasado nada en la vida, y tenía razón, a excepción de la muerte de papá, a los trece, no me había pasado nada demasiado importante: no tuve un gran amor, y en consecuencia tampoco grandes decepciones. No tuve dificultades económicas ni grandes problemas familiares. Pero pasaban muchas cosas adentro mío, cosas que no podía nombrar, no sabía cómo hacerlo. Entonces, sólo me restaba darle la razón a mamá, decirle que me debía sentir así por el período que pronto vendría a confirmarle que no iba a ser abuela (llevaba un control minucioso de mi regla, y yo siempre fui tan regular que ayudaba sobremanera a su tarea de vigilancia), sin embargo, sabía que sólo decía esas cosas para no preocuparla, me sentía muy cansada realmente.

Recuerdo que Irene una vez me dijo no hace falta salir de casa para que pasen cosas. Hubiese querido decirle eso a mamá, pero nunca tuve el valor de abrir esa puerta.

IV.
Es verdad, era lindo el chico que estaba en el medio de la barra. Hablaba con un amigo. Debía tener cuatro o cinco años más que yo, y su amigo era mucho más grande. Irene decía que nos estaban mirando. A mí no me parecía que fuera así, miran en general, le dije, pero era una suposición porque no me animaba a mirar con atención, y menos después de que Irene me dijo que nos estaban mirando. Temí terriblemente que se acercase a ellos, no quería pasar la noche hablando con el hombre grande, así que le pedí por favor que se quedara conmigo, necesitaba que me ayude con un cuento que se me había ocurrido después de un sueño, en el que una chica descubría unas cartas que su padre, al que nunca había conocido, le había escrito a su abuela materna. En ellas le preguntaba por la salud de su madre, la ex esposa de él. Le decía que nunca la había olvidado, pero nada pudo hacer para devolverle las ganas de vivir tras de la pérdida del bebé. Después le contaba acerca de su vida, que volvió a casarse y tenía dos hijos. En una carta le mandó una foto de su nueva familia. Siempre terminaba diciéndole que esperaba noticias pronto y la saludaba cariñosamente. Entonces la chica se daba cuenta de que en realidad ella no existía, sino que era una creación imaginaria de su madre. No son cosas para hablar un viernes por la noche Lu, me dijo sensatamente, cuando yo iba por la parte en que el padre nunca había olvidado a su mujer. Mirá, creo que te mira a vos ¿no te gusta? Es lindo. Sí, es lindo, le dije, pero no me gusta, suelen ser insoportables los lindos.

Irene tenía razón. Bruno le dijo a Andrés que mirara lo buenas que estaban las tetas de Irene y fue ahí cuando él reparó en mí. Un rato más tarde se acercó y me dijo que era linda. Yo le dije gracias, pero estaba hablando algo importante con mi amiga y necesitaba que nos dejase solas.

Él volvió a sentarse al lado de Bruno, pero antes de irse me dijo que quería conocerme, que le gustaría mucho invitarme a salir para hablar de algo importante que no acepte interrupciones de extraños. La miré a Irene desconcertada. Era raro lo que estaba pasando, nunca venían a hablarme a mí, era a ella a la que solían acercarse y yo terminaba hablando con el amigo o mirando hacia el otro lado de la barra, deseando el momento en que Irene dijese que ya era hora de irnos.
Irene dijo que tenía que ir al baño y yo me vi en problemas. Era lindo y amable. Necesitaba un cigarrillo para poder decir algo, pero ya no me quedaban, así que le pedí uno a él. No, está bien, le dije, es el último, pero me dijo que lo tome igual, él ya se iba y podía comprar otro atado. Me preguntó cómo me llamaba. Lucía, le dije. Andrés.

No hablamos mucho esa noche. Se fue antes de que Irene volviese del baño y cuando me preguntó por él le dije que le di mi número, pero no terminaba de convencerme. Al rato volvió y me regaló un atado de cigarrillos. Te llamó. Diviértanse.

V.
El mismo año que falleció papá me vino la regla. No sé por qué me acuerdo de estas cosas, tal vez por el viejo eufemismo de la regla y el nombre Andrés. Pensé que nunca iba a pasarme eso a mí. A todas mis amigas ya les había venido. También, desde hacía unos años, a los once más o menos, les habían crecido los pechos y el pelo púbico. ¿Cómo sabés eso?, me preguntaba Ernesto, mi vecino, que tenía la misma edad que yo, y con el que hablaba a través de la medianera de ligustrina que dividía nuestros parques.

Jugábamos en las habitaciones, nos desnudábamos y algunas se besaban, yo no, nadie quería besarme por alguna razón. Era más chica que ellas, nací en junio y con Martina, por ejemplo, nos llevábamos casi un año. Ahora no es una diferencia significativa, pero en esa época significaba que ellas tenían pelo púbico y yo no, que ellas podían besarse porque ya eran casi mujeres (pronto los chicos las besarían) y yo ni siquiera usaba corpiño.

Me acuerdo de un día en que sólo estábamos Martina, María Laura y yo en la habitación de los padres de Martina. Jugamos a la familia. Ellas eran el matrimonio yo era el hijo. No sé por qué un hijo y no una hija, pero Martina era la que decidía siempre los roles y no aceptaba reclamos. Se desnudaron por completo. Yo sólo me saqué la blusa, me daba vergüenza que vieran mi bombacha de nena. Se metieron en la cama y me dijeron que me iban a dar un hermanito. Me horrorizó la idea, ahora me acuerdo. Ni siquiera en los juegos podía ser hija única.
VI.
Me hice amiga de Irene cuando empecé el segundo año de la facultad, antes sólo era su vecinita, la amiga de su hermano menor. Recuerdo estar hablando con él a través de la medianera de ligustrina un sábado por la tarde. Debíamos tener ocho o nueve años, e Irene tres más que nosotros. Era verano. Ella nadaba y me dijo si quería ir a la pileta. Ernesto nunca me invitó, le daba miedo el agua. Me sentí plenamente feliz, era exactamente eso lo que quería hacer, pero mamá no me dejó. ¿A lo de los judíos? No, no, de ninguna manera ¿Están los padres?, No mamá, le dije, están de viaje. Siempre de viaje, y a los hijos que los críe la niñera. Qué gente rara, no me gustan. Los psicólogos son unos locos que critican a todo el mundo por cómo crían a sus hijos, pero cuando les toca a ellos se borran. Si me volvés a insistir con ir allá, no salís más al parque.

Ese es el primer recuerdo que tengo de profundo dolor, dolor por no poder ir a nadar con Irene, con lo que yo amaba nadar, pero sobre todo por la puerta que había abierto mamá al decir “allá”. De repente tomé conciencia del “acá”, que el “acá” no era todo, existía otro mundo del otro lado de la medianera al que yo deseaba ir y no me era posible. Desde entonces, sin dejar de amarla, me fui alejando cada vez más de mamá, hasta sentir que todo lo que le decía era en realidad una sucesión de palabras huecas.

¿Qué es ser judío?, le pregunté a Ernesto, ¿es lo contrario de ser católico?, y él me respondió ¿qué es ser católico? Le hablé de Jesús y me dijo que le estaba mintiendo, que eso era ser cristiano, católico es otra cosa. Además Jesús era judío, me dijo sentencioso. No supe qué responder. Que Jesús era judío lo había oído en el colegio, y me generaba mucha confusión. Tenía la idea de que ser judío era un defecto, aunque no sabía bien en que consistía ese defecto, y Jesús no tenía defectos ni pecados. Ahora, con respecto a qué era ser católico, pensaba que se trataba de creer en Jesús, bautizarse, tomar la comunión y todas esas cosas, pero Ernesto me decía que eso era ser cristiano, afirmación que me resultaba bastante lógica, porque cristiano viene de cristo, sí, era algo a tener en cuenta. Así que cómo no supe que responder, sólo atiné a enojarme con él y alejarme de la medianera sin saber qué era ser judío. Aunque ahora recuerdo, pero no sé si estaré mezclando los recuerdos, que cuando me alejé tuve una idea: ser judío era ser otro, diferente a mamá, a Martina y a María Laura, mis amigas del colegio católico, diferente a papá también, y yo me sentía diferente, por lo que podía ser judía, pensé. Pero antes de afirmar algo tan trascendental debía averiguar qué era exactamente. Papá estaba sentado en la reposera, bajo la glicina. Decirle a él la palabra judío me daba algo de miedo, así que le pregunté qué era ser católico. Tu mamá es católica, me respondió, y en el colegio deberían habértelo enseñando ¿no? Lo miré con miedo, tal vez pensase que yo era tonta, que no estudiaba, pero me tranquilicé cuando dijo: no te preocupes, hay otras cosas más importantes que aprender.

No fue esa tarde, fue una tarde como esa, pero unos años después, cuando tenía trece, en que creí que se había quedado dormido en la reposera y descubrí, al tratar de retirar el libro al que sin querer él le estaba doblando las hojas, que sus manos estaban frías, esa tarde eterna y confusa, en que le dije a Ernesto cuando llegó al velatorio ¿qué es ser judío?, porque me había olvidado cómo hacer para llorar, porque de golpe sentí que no sabía nada, y él no me respondió pero me envolvió con sus brazos fraternales, con sus manos tibias, las mismas manos que dos años después acariciarían mis senos, que dicho sea de paso, nunca crecieron demasiado.

VI.
Al principio me gustó. Sentí un cosquilleo en la cabeza, como si decenas de pequeñas partículas internas quisieran salir, traspasar la medianera de mi cráneo. Más tarde, cuando ya no eran decenas sino millares de partículas que producían un sonido insoportable al agolparse contra la parte superior de mi cabeza, en ese momento previo a que estalle indefectiblemente, vino el silencio, y con el silencio la visión, a pesar de que sabía que mis ojos permanecían cerrados. Pude ver el placard abierto. A los pies de mi cama, vi tendida sobre la silla la ropa que acababa de sacarme, la lámpara de pie al lado de la puerta, que también estaba abierta, y más allá de la habitación, el pasillo. Pude ver la pared derecha descascarada por la humedad, y la enorme biblioteca sobre la pared izquierda. Vi cada lomo de los centenares de libros dispuestos sin ningún tipo de orden, y al final del pasillo, la puerta cerrada de la habitación de mamá. Retrocedí sobresaltada, como si hubiese llegado, sin darme cuenta, al borde más extremo de un precipicio. Todo lo que vi estaba manchado de pequeños puntos luminosos, violáceos, como gotas de pintura salpicadas con un pincel, pero a medida que iba retrocediendo comenzaron a apagarse, y al recostarme otra vez sobre la cama, me encontré en una oscuridad absoluta. Un fuerte torbellino entonces, invadió todo el cuarto. Ciega e impotente, sentí cómo era arrastrada hacia arriba por él. Cuando volvió el silencio pude ver, gracias a las pálidas luces anaranjadas desperdigadas por todas partes, que estaba flotando en el cielo negro, helado, de la noche.
No sabría decir exactamente cuando tuve esa experiencia, que no puedo llamar sueño porque no estaba dormida, lo sé. También sé que ocurrió en la otra casa. Mamá decidió que debíamos mudarnos tras la muerte de papá, y dos años después lo hicimos. Éste lugar me trae muchos recuerdos que no puedo soportar, decía diariamente. No conocí muy bien los recuerdos de mamá, sólo unos pocos a los que les di una importancia que tal vez para ella fuera diferente. A veces, los domingos al mediodía, mientras cocinábamos, me contaba algunas cosas. Así fue como supe que a los quince, una tarde de enero en que decidió salir a pasear en bicicleta por las callecitas de La Falda, se desmayó y aún conserva la cicatriz en su rodilla. Después de esa caída, no volvió a andar más en bicicleta.

VIII.
En segundo año coincidí con Irene en una materia y ahí comenzamos a ser amigas. Era muy extrovertida y segura de sí misma. Me encantaba salir con ella, aunque cuando se ponía a hablar con chicos yo me aburría bastante. Igualmente no la pasaba del todo mal, me gustaba mirarla, ver cómo seducía a todos, sentía que al lado de ella podía aprender muchas cosas. Antes de conocerla no había tenido una amiga íntima en la que confiase plenamente, ¿confiaba plenamente? Sí, pienso que si no le conté nunca las cosas que le contaba a Ernesto cuando éramos chicos no fue porque no confiase en ella, sino porque ya no les daba importancia, casi no pensaba en esas cosas. Se reía mucho, y se reía de mí cuando le decía que admiraba a los judíos. Los grandes hombres fueron judíos, le decía, Freud, Kafka, Benjamin, Eisenstein. Mi tío también es judío, me respondió un día riéndose y revoleando los ojos para que no descubra lo que realmente estaba sintiendo, y es una mierda. Y mi viejo, es mi viejo, pero ahí a que sea como Freud... Al final sos igual de antisemita que tu vieja, invertida, pero antisemita al fin.
IX.
Cuando empecé a salir con Andrés no era técnicamente virgen, pero no sabía casi nada del sexo y tampoco entendía, y sigo sin entender, por qué es tan importante para las personas. No fue Ernesto, sino yo misma la que me desvirgué un día antes del acordado, con mi propia mano.

Lo primero que me saqué fue la camisa del colegio, y mientras Ernesto me acariciaba los senos le conté lo que había hecho. Se enojó muchísimo y no volvió a hablarme. Me dejó sola en su habitación y mientras me ponía la camisa, pude verlo a través de la ventana: nadaba. Fue la primera vez que lo vi nadar. A los pocos días, mamá y yo nos mudamos. Me acerqué a la ligustrina, pero él no estaba en el parque. Entonces, toqué el timbre de su casa, y al ver que era yo, cerró la puerta.

Cuando me hice amiga de Irene nos volvimos a frecuentar. ¿Te acordás cuando me cerraste la puerta en la cara?, le dije una tarde que estaba estudiando con Irene en el comedor de su casa. Ella había ido a la cocina a preparar café. Sí, me acuerdo. También me acuerdo de tus tetas, chiquitas, pero lindas. Me enojé y me fui a la cocina. Siempre era lo mismo con Ernesto.

X.
Tenía la misma edad que Bruno, treinta, pero parecía menos. Estuvimos de novios casi un año, después nos hicimos amigos, aunque casi siempre que nos volvemos a ver terminamos en la cama. Nos queremos, siempre nos vamos a querer, pienso. A veces me confundo y siento que estoy locamente enamorada de él, pero creo que es porque él ya formó una pareja estable y yo sigo flotando en el aire sin saber realmente qué es el amor, o mejor dicho, sigo creyendo en algo que no sé aún de qué se trata realmente, pero al mismo tiempo es la única forma que concibo de tener una pareja.

Unas noches antes de conocerlo volví a tener la experiencia del torbellino, pero en vez de llegar a un cielo negro, helado, arribé en una playa. Pude ver el mar moviéndose serenamente y a mi izquierda, en línea paralela al lugar donde estaba parada, la cabeza de un enorme cocodrilo, que al abrir la boca vomitó dos cocodrilitos. El primero, verde y brillante, fue rápidamente hacia el agua. El segundo en cambio, de un color rosa apagado, se quedó inmóvil durante un rato largo. Cuando el sol comenzó a lastimar su delicada piel, se fue desplazando lentamente, pero estaba ubicado al revés, por lo que se iba alejando cada vez más del agua. Quise tomarlo entre mis manos, pero me di cuenta de que yo era de aire y nada podía hacer para ayudarlo. Finalmente cayó en un pequeño pozo formado por una pisada humana y ni las quemaduras del sol hicieron que se moviera otra vez. No recuerdo cómo fue que pude volver, sólo sé que me resultó mucho más difícil que bajar del cielo, y cuando caí en la cama me dolió de una manera tan profunda y real que prefiero no condenarla a sobrevivir en palabras.

En ese momento pensé en escribir el cuento que comencé a contarle a Irene aquella noche. Pero cuando me dispuse a hacerlo, me di cuenta de que si mamá algún día llegaba a leerlo se acordaría del hijo que perdió y se pondría muy triste. Era bastante ingenua al creer que ya no lo recordaba.

XI.
El viernes me llamó Andrés. Me dijo que vio a una chica parecida a mí y le dieron ganas de saber cómo estaba. Le conté lo de mamá y me dijo que hoy va a venir a visitarme. No hace falta salir de casa para que pasen cosas, recuerdo que me dijo Irene, “Me tocaba las piernas e iba subiendo, hasta que al llegar a mi vagina, me miraba y decía, ¿te gusta Irenita? No, no, le decía. Siempre dicen que no, decía, entonces... No sé por qué le doy tanta importancia a ese hijo de puta, creo que si supiera que todavía pienso en eso se haría una paja. Encima mamá lo adoraba, pero era un hijo de puta Lucía, en serio, mi papá también lo odiaba y mamá tuvo que aceptar que no venga más a casa después de que la estafó a ella.” ¿Nunca les contaste a tus viejos lo que te hacía tu tío? Atiné a preguntar, pero apenas terminé de hablar me di cuenta de que había hecho una pregunta muy estúpida.

Tengo que llamarla. Hace mucho que no escucho su voz. Durante algún tiempo casi no nos comunicamos porque se iba mudando de un lugar a otro, hasta que finalmente se estableció en Barcelona. No volvió más a Buenos Aires. Ernesto se fue dos años después, pero no le va bien e Irene ya está un poco harta de tener que mantenerlo. Él me escribió hace unos meses y me preguntó, bromeando, si me habían crecido las tetas.

La extraño. Sé que el tiempo la habrá cambiado, como me cambió a mí, pero igual sigo imaginándola como era hace seis años. Cuando chatea usa una foto que le saqué en la puerta de la facultad. Está de perfil, con un cigarrillo en la mano y lleva un vestido blanco de mangas cortas. Sin olvidar su enorme sonrisa de costumbre.

XII.
Estoy esperando que llegue Andrés. Silvina estará en la casa de su madre ahora, imagino. Me pregunto si sus brazos... Recuerdo que no podía dejar de mirarlos. A Andrés le habrá pasado lo mismo un tiempo después, pienso. Cuando venga le voy a preguntar qué fue lo que lo enamoró de Silvina. Me va a decir que el enamoramiento es simplemente un estado, el menos importante de todos, y que no se acuerda qué lo enamoro o si realmente se enamoró. Sé que me va a decir eso. Después vamos a hacer el amor y nos vamos a mirar largamente, queriendo descubrir esas cosas que nunca vamos a decirnos.

XIII.
La noche antes de irse a vivir a Brasil, mamá y yo fuimos a comer a afuera. Cuando volvimos a casa nos sentamos en el living y abrimos una botella de champagne que había quedado en la heladera desde el día de su cumpleaños. No soporto las despedidas, pero con champagne puedo tolerarlas mejor, me dijo. Hablamos y nos reímos mucho, y mientras recordábamos viejas anécdotas, nos íbamos poniendo cada vez más borrachas. Después nos quedamos en silencio y mamá dejó sus ojos fijos en su rodilla. Cuando se dio cuenta de que yo también estaba mirando su cicatriz, me dijo: iba a ver a Carlos. Era pianista, más grande que yo, mucho más grande. Pero me desmayé y no me dejaron salir más del hotel. No sé que habrá pensado él, tal vez sólo iba a ser una aventura más en su vida. Yo todavía no me olvido cómo me tocaba. Nadie me tocó como él. Después vino tu padre, ya conocés esa historia. Era muy malo en la cama. Terminábamos siempre muy rápido. Después se daba vuelta y se dormía enseguida. Le pedía que me llevase a un hotel, a un hotel alojamiento, como al que imaginaba iba a llevarme Carlos esa tarde en la Falda, pero nunca quiso hacerlo, decía que ahí se llevaba a las atorrantas, no a las mujeres frígidas como yo. Yo no era frígida Lucía, no era frígida, era él el que no sabía tocarme y después ya no pude... ¿me creés si te digo que a pesar de todo lo quise? El amor es un collage, Lucía, y tu padre está ahí, todavía lo veo sentado frente a sus libros. También está Carlos, claro, y las manos de Carlos, y tu hermano, y vos, y muchas otras cosas. No se restan Lucía, se suman. Sí mamá, le dije, y las imágenes comenzaron a nacer en mí como nubes, que en un momento parecen una bandada de pequeños pájaros y enseguida se vuelven sólo manchas blancas distanciándose entre sí cada vez más. A diferencia de mamá, los rostros, los lugares, todos, todos los recuerdos, al intentar retenerlos, encerrarlos como si fueran fotografías, se desvanecían y sólo quedaban manchas distanciándose entre sí, y también de mí, a excepción de los brazos fuertes, intactos, de una mujer a la que una vez deseé, si es que acaso no amé, si es que acaso el amor no sea eso, un ángel caído que sacude las alas para olvidar el impacto.

XIV.
Andrés acaba de irse. Le pregunté qué lo había enamorado de Silvina y todo transcurrió como lo imaginé, excepto que antes de irse me dijo: creo que fueron sus brazos. Te parecerá una estupidez lo que digo, pero fue eso, Silvina tiene unos brazos muy lindos.

Buenos Aires, diciembre de 2008.

Tuesday, July 12, 2005

Memoria y Espectro


Memoria y Espectro
en El común olvido de Sylvia Molloy y Villa de Luis Gusmán

Introducción:

A fin de explicar la ideología como el proceso final de la dialéctica entre lo visible y lo invisible, lo imaginable y lo inimaginable y, retomando las categorías de Marx, entre la necesidad y la contingencia, Slavoj Zizek pone en juego el concepto lacaniano de espectro. Es en este punto donde se debería buscar el último recurso de la ideología, es decir, esta categoría sería el núcleo preideológico o matriz formal donde se sobreimponen las diversas formaciones ideológicas. Siguiendo los postulados de Lacan, los cuales Zizek retoma, puede afirmarse que no hay realidad sin espectro:

(…) la realidad nunca es directamente “ella misma”, se presenta sólo a través de su simbolización incompleta/fracasada, y las apariciones espectrales emergen en esta misma brecha que separa para siempre la realidad de los real, y a causa de la cual la realidad tiene el carácter de una ficción (simbólica): el espectro le da cuerpo a lo que escapa de la realidad (simbólicamente estructurada)[1]

Por lo tanto, lo real, al ser simbolizado, sufre en esta operación una distorsión o simulación, y lo que queda sin simbolizar (el trauma, lo real no simbolizable) es el punto alrededor del cual se estructura la realidad.

A partir de las afirmaciones expuestas, será el propósito de este análisis señalar las distorsiones en la construcción de realidades que se producen en los trabajos de memoria tanto de Daniel, protagonista de El común Olvido de Sylvia Molloy, como de Carlos Villa, protagonista de Villa de Luis Gusmán. Estas distorsiones (recuerdos encubridores, omisiones, automatismo) harán posible el surgimiento de apariciones espectrales que desestabilizarán las estructuras simbólicas de sus realidades (desestabilización que en el caso de Daniel devendrá revelación de un olvido y en el caso de Carlos Villa confesión de una culpa). Asimismo, ampliando el campo de análisis, es decir, no sólo deteniéndose en las realidades construidas por ambos personajes, sino enfocando la mirada hacia la realidad simbólica de la novela como género, quisiera señalar cómo en sus desplazamientos imaginarios con respecto a la historia surge de manera espectral el trauma irresuelto de la última dictadura en la Argentina.

Finalmente, retomaré las reflexiones de Yosef Hayim Yerushalmi con respecto a la ley (halakhah: “camino por donde se marcha”)[2], para ponerlas a la luz del análisis de las apariciones espectrales propuesto.

Memoria y Subjetividades: (Operaciones de apropiación del conocimiento en Daniel y Carlos Villa)

Olvido y traducción:

Como desarrollé en el informe monográfico de la novela de Sylvia Molloy, los desplazamientos imaginarios que realiza Daniel en la construcción de su trabajo de memoria pueden analizarse desde una operación de traducción de discursos ajenos, mecanismo adoptado por Daniel desde su época como estudiante universitario. Asimismo, fue señalado que esta apropiación de los discursos de sus testimoniantes es totalmente opuesta a la de una investigación historiográfica:

Nunca hace preguntas concretas (Daniel) que desencadenen un relato que lo ayude a recuperar información del pasado de su madre y que de alguna manera aclare cuestiones de su propia identidad. Es más, frente a personas que podrían revelarle cosas importantes con respecto a estas cuestiones (Específicamente Beatriz y Charlotte) el siente desconfianza y deseos de escapar. Sólo a Ana intenta conducirla, pero ella encarna el discurso más fragmentado de todos debido a su enfermedad (…) Por otra parte, no utiliza los documentos que también podrían revelarle acontecimientos significativos. Apenas hojea el diario de su madre y las cartas de su padre dirigidas a ella. Finalmente deshecha esos testimonios de papel, para seguir buscando por el camino más débil e indefinido de la oralidad.”[3]

Ahora bien, lo que Daniel deja fuera de esta operación (a través de la cual simboliza y conforma su realidad) es lo que podríamos llamar “lo real no simbolizable” o “espectro”. A partir de la revelación de Charlotte (la homosexualidad de la madre de Daniel) este espectro (olvido reprimido que se enmascara en un recuerdo encubridor)[4] conducirá a Daniel a una resimbolización de su realidad y a una nueva posibilidad de desplazamientos subjetivos.

Desplazamientos de la ley:

Quisiera exponer algunas consideraciones con respecto a la posición subjetiva de Carlos Villa, a fin de explicar cómo es que llega a refugiarse (como última instancia) en su trabajo de memoria (autómata). Asimismo, en su conformación de la realidad, lo que deja fuera y no quiere simbolizar, es conservado por Villa a través de objetos (huellas) que oculta y, aunque no quiere integrarlos a su estructura simbolizada, aparecerán de manera espectral, llevándolo finalmente a la confesión de una culpa. A diferencia de Daniel, la resimbolización que esta confesión provocará, no implicará sin embargo un desplazamiento de su subjetividad, sino una instancia necesaria para volver a centrar su posición. Esta posición puede analizarse a través de la figura de mosca, “el que revolotea alrededor de un grande, y si es un ídolo mejor”, es decir, es una posición regida por una ley exterior, alrededor de la cual el sujeto estructura su realidad. Los movimientos que transcurren a lo largo de la novela, no son los desplazamientos de la subjetividad de Carlos Villa, sino los de esta ley exterior en la que el personaje va reubicándose.

El primer desplazamiento de esta ley puede observarse tras el removimiento del Dr. Firpo de su cargo como Director y especialmente después de su muerte. Es en este momento en donde Carlos Villa siente la falta de un lugar seguro (falta de ley) y recentraliza su posición subjetiva apoyándose en la figura de Villalba (ley que no elige, pero la que se ve obligado a seguir por no querer cambiar su posición). Quisiera indicar que Carlos Villa, al encontrar al Dr. Firpo ya sin vida, toma su alfiler de corbata y lo mantiene oculto, gesto coleccionista y al mismo tiempo desencadenante de los episodios que lo unirán a Cummins y Mujica.

Necesidad de un informe:

Cummins y Mujica llevan a un hombre baleado para que Villa lo atienda, pero al mismo tiempo le exigen que no lo denuncie a la policía. Al ver que Villa de alguna manera se niega a cumplir con esa condición, Mujica, que hasta el momento no había hablado le dice:

(…) alguien como usted, doctor, capaz de robarle a un muerto, porque sabemos que se quedó con el alfiler de Firpo, como nos contó Villalba, debe ser un hombre de valor.[5]

El que Villalba les haya contado eso, hace pensar a Villa que por un lado no puede confiar en Villalba, y por otra parte, que Villalba evidentemente no confía en él. Eso significa que ya no puede regirse por la ley de Villalba, debe buscar otra ley alrededor de la cual estructurar su realidad.

Después de ese episodio vuelve a encontrarse con Cummins y Mujica, pero esta vez en una situación más extrema: debe reanimar a un hombre que fue sumamente torturado y finalmente Cummins y Mujica lo hacen “desaparecer”. A partir de ese momento, por miedo a que caiga el lópezrreguismo y encontrarse él en una situación extremadamente comprometida (y sin una ley a la cual atenerse) decide, como medida de protección, escribir un informe, que escribirá en código, utilizando las reglas mnemotécnicas que solía usar cuando estudiaba medicina. Será su memoria, entonces, el último lugar seguro, su última ley a la cual recurrir:

Confiaba en mi memoria. Como cuando estudiaba medicina y aprendía todo de memoria: tenía músculos y vísceras en la cabeza. Memorizaba cada parte del cuerpo y para los exámenes acudía a reglas mnemotécnicas: “Mamá es acróbata en dos circos”. La frase resumía el mundo de las arterias, (…). Mamá, las mamarias internas y externas; es la escapular; dos, las dos circunflejas externa e interna.[6]

Sin embargo, la escritura de este informe, tras la muerte de Elena (de la que Villa es responsable) toma otro matiz: no sólo el de protegerse, sino el de olvidar. Por supuesto que este olvido es un olvido simulado, un olvido que emergerá en forma de espectro.

Hacia la simbolización del espectro:

Como fuera indicado en el informe, cuando Daniel se instala en la casa de Charlotte y descubre que ella es la poseedora de los cuadros de su madre, comienza la revelación de su olvido. Sale del cuarto donde se encuentran los cuadros y no necesita preguntar nada, Charlotte está dispuesta a hablar de todos modos de la relación sentimental y sexual que la unió a la madre de Daniel. Asimismo, él no puede utilizar más sus recursos de evasión ya que se encuentra sumamente perturbado por el descubrimiento de los cuadros, especialmente de uno: el del niño (él) mirando a través de la puerta con la inscripción “¿Te gustaba mirarnos?”. Ese olvido indecible ya puede ser nombrado.

Quise interrumpir este monólogo que me ponía sumamente incómodo, que casi me chocaba. La sexualidad de mi madre pertenecía, o había pertenecido hasta entonces, a lo que no tiene nombre, y ahora los detalles que me daba Charlotte me empujaban a nombrarla.[7]

Siguiendo el análisis que hace Freud en Recuerdos de infancia y recuerdos encubridores, me interesa señalar que este “olvido indecible” que ahora puede ser nombrado, es posible que haya sido conservado en la memoria de Daniel como un recuerdo encubridor que rodeó al espectro o trauma. El recuerdo consistiría en la siguiente descripción realizada por Daniel:

Nos habíamos ido a vivir los dos solos, tengo recuerdos confusos del departamento adonde fuimos a parar, sé (porque ella me lo dijo luego) que estaba en la calle Ecuador (…) Con ella me sentía a salvo, como si los dos hubiéramos escapado de algo muy terrible. Desde el rincón donde me instalaba a leer o a jugar veía la puerta que daba a su dormitorio, siempre entreabierta, recuerdo el deslumbramiento que me producía la visión de ese cuarto, con su cama habitualmente repetida en las hondísimas perspectivas de las tres fases de un espejo veneciano, con pimpollos de rosa rojos y hojas verdes, de madera, en el marco, un regalo que le habían hecho a mi abuelo, decía mi madre, cuando era embajador. Yo quería mucho a mi madre en ese entonces y no era infeliz.[8]

Por su parte, Carlos Villa, que sólo cree en su escritura (con pretensiones objetivas) y en la posibilidad de olvidar a través de ella, vive una fuerte desestabilización de su ley (su memoria) al presentarle a Matienzo el informe y éste rechazarlo categóricamente y decirle:

Es el informe de un desesperado. Hay una pasión enfermiza en su descripción de Cummins y Mujica. (…) Tome, Villa, cargue con su propio engendro (el informe). Ni siquiera yo lo voy a aliviar. Lléveselo. Y lo relevo de la guardia, puede irse ya.[9]

Su memoria ya no es un lugar que lo proteja y le otorgue poder. Es aquí en donde cae en la desesperación radical, y surge el espectro de la muerte de Elena que empuja a Villa a realizar la confesión de una culpa imborrable (escribir para olvidar, como pretendía Villa, es sólo una pretensión ficticia, un olvido simulado) frente a la tumba en donde supuestamente se encuentra ella:

No sé por qué hice lo que hice. Todos los pensamientos surgieron después. Ahora podría empezar a darte algunas razones. (…) Sé que nunca más, o sólo muerto, voy a volver a atravesar esta puerta. (…) Ahora me voy a dar vuelta y te voy a dar la espalda, como les doy la espalda a todas las cosas que me duelen y que quiero ignorar. Hasta hoy me ha dado resultado. Por eso me despido, porque después voy a arrancar derecho hasta la puerta sin mirar para atrás. [10]

Ahora bien, este pasaje del espectro de la muerte de Elena a la simbolización de su realidad estructurada no modifica la posición subjetiva de Villa. Opta por dar la espalda al pasado anterior a que él se convirtiese en parte operante de la tortura infringida por la dictadura, aunque sin embargo lo conservará como huella a partir del secreto: en el final de la novela se puede observar en su decisión de no contarle nunca la historia de “mosca” a su mujer. Su nueva ley pasará a ser entonces la que le dictaminen Cummins y Mujica.

El espectro de la última dictadura argentina:

Retomando las conclusiones realizadas en el informe sobre El común olvido y a la luz del análisis de las apariciones espectrales que llevan a la desestabilización de las realidades simbolizadas tanto de Daniel como de Carlos Villa, me veo en la obligación de ampliar dichas reflexiones (que se refieren a que la conformación de nuevas subjetividades serían un posible camino por donde marchar, al mismo tiempo que estarían marcando la línea divisoria entre lo que debe olvidarse y lo que debe recordarse) e indicar cómo el desplazamiento imaginario de la discursividad literaria hace surgir desde voces diferentes a las del discurso histórico (que podrían considerarse “nuevas subjetividades discursivas”) el trauma irresuelto de la dictadura. En el caso de la novela de Sylvia Molloy, como su título lo indica, el espectro o trauma se hace visible a partir de ese “común olvido” que puede observarse en la omisión prácticamente total de este hecho en la discursividad de la novela. Sin embargo hay referencias, que podrían considerarse espectrales: no se dice el trauma pero evidentemente existe en el discurso marcas que nos remiten a ese “común olvido” que aún duele. Puede observarse en la siguiente reflexión de Daniel:

Todo roce con la institución, en la Argentina, me vuelve aprensivo, como una reacción refleja, como si llevara en el cuerpo la memoria de todos los miedos ajenos. Pienso: no he hecho nada, no me pueden hacer nada. Pienso inmediatamente: por supuesto que me pueden hacer algo, qué es lo que me irán a hacer, y a quién le pido ayuda.[11]

Por su parte, en la novela de Luis Gusmán el tiempo en que concluye la historia es clave: el inicio de la dictadura, en el que ya puede observarse de manera espectral el peligro y el horror que está por venir. Asimismo, considero significativo la conclusión de la confesión de Villa sobre la tumba de Elena y que cité anteriormente (Ahora me voy a dar vuelta y te voy a dar la espalda, como les doy la espalda a todas las cosas que me duelen y que quiero ignorar. Hasta hoy me ha dado resultado. Por eso me despido, porque después voy a arrancar derecho hasta la puerta sin mirar para atrás.). Tal vez sea este el gesto que más horror provoca, al mismo que ese “dar la espalda”, no permite ver el fantasma, el trauma irresuelto que necesita aún ser señalado.

Consideraciones finales:

En el informe monográfico expuse:

Yerushalmi señala que faltos de una halakhah no puede trazarse una división entre lo excesivo y lo escaso de la investigación histórica. Al mismo tiempo, se posiciona, desde una elección moral, del lado de lo excesivo, por miedo al olvido. De este modo quienes establezcan un día una nueva halakhah podrán pasar la historia por el tamiz y recuperar lo que buscan.

Quisiera agregar que los desplazamientos imaginarios que hace la discursividad literaria con respecto a los acontecimientos históricos pueden ayudar a la memoria colectiva, por la cual trabaja la historia, diciendo el olvido sin darle un lugar (operación que necesariamente debe hacer el discurso historiográfico), mostrando el fantasma que las políticas de olvido no logran ocultar.

[1] Slalov Zizek, El espectro de la ideología, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A., 2003, pág. 31.
[2] Reflexiones expuestas en el informe monográfico.
[3] Cita textual del informe monográfico acerca de El común olvido.
[4] Cuestión que será analizada más adelante.
[5] Luis Gusmán, Villa, Buenos Aires, Alfaguara S.A., 1995, pág. 133 y 134.
[6] Ibíd., pág. 144.
[7] Sylvia Molloy, El común olvido, Editorial Norma 2004. pág. 334.
[8] Ibíd., pág. 138 y 139.
[9] Luis Gusmán, Ibíd., pág. 206, 207 y 208.
[10] Ibíd., pág. 216 y 218.
[11] Sylvia Molloy, Ibíd., pág. 93.