Sunday, December 14, 2008

Tupperdumb

Falté solamente dos veces. Una fue cuando Aldana me dejó y la otra, ahora que lo pienso, fue porque sí. Tendría que haber pedido una mañana, un rato de una mañana. Es impresionante como pasa el tiempo. Pensé que en algún momento iba a pedir ese rato. Cuando me empezó a doler tendría que haberle dicho a Mario, “mañana vengo más tarde”. Tendría que haber mentido, inventado algo, no sé, hay tantas cosas que podría haber dicho. Mentir no me costaba nada.

Cuando se empezó a notar decidí volverme más callado Y me acostumbré a no hablar. El halo de misterio que generaba en los nuevos me gustaba. Claro que los compañeros que me conocían de antes no pensaban que era misterioso, ni reservado, no. Pensaban que estaba deprimido. También especulaban con que me había vuelto alcohólico. Lo escuché a Jorge diciéndoselo a Horacio mientras meaban. Yo estaba sentado en el inodoro, echándome mi siesta diaria. Siesta es una forma de decir. Nunca me dormía. Pero al menos cerraba los ojos por quince minutos y pensaba en cosas, cosas mías. Con los ojos cerrados pienso mejor. No mejor. En realidad pienso igual que con los ojos abiertos. Pero cuando los cierro es como que las cosas se fijan más. Es eso.

El rumor de mi supuesto alcoholismo se expandió en toda la empresa. Los nuevos dejaron de verme misterioso en poco tiempo. O no tan poco. El tiempo pasa tan rápido. Yo me daba cuenta. Cuando me saludaban respiraban hondo. Querían olerme. Y debían oler ¿no? Si uno va predispuesto a encontrarse con algo, pienso, y no hay nada, lo inventa, ¿no? Hacían apuestas. Whisky. Vino. “Para mí que del berreta”, decía Horacio. No es que estas cosas las hablasen abiertamente, yo los oía de lejos. En una de mis siestas me di cuenta de que debían pensar que además de mudo, me había vuelto un poco sordo también. Generalmente los sordos no hablan porque no se escuchan. Pero los mudos… ¿no?, oyen lo mismo. Igual no soy mudo. Dejé de hablar nada más para que no se note. Con qué me emborrachaba seguía siendo un misterio.

Llegó Fernando un día. No estuvo mucho tiempo. Unos años. Era raro. Contaba que tenía muchos amigos virtuales. En esa época no era muy normal. Jugaban a un juego de estrategia. Había equipos. Compraban armas. Tenían misiones. Debía ser muy inteligente Fernando. No sé. Debía pensar mucho seguro. Cuando trabajaba no hablaba, pero en el almuerzo sí.

Como casi todos, creo, los que están heridos por algo que no saben bien, le gustaba leer. The fire next time, de James Baldwin. Leía en inglés. Horacio vino un día hasta mi escritorio con el libro de Fernando en la mano. “Che, Tupperdumb, vos que pasaste por Letras, ¿lo conocés a éste?”. Asentí con la cabeza. “Qué lo vas a conocer. Vos mentís mucho Tupperdumb, se te nota en los ojos. Es más, no creo que hayas terminado ni el secundario, si sos un nabo. Así no te va a ir bien”. Me decían Tupperdumb porque siempre llevaba comida de casa en un tupper: arroz, ensaladas, cosas que tuviese que masticar lo menos posible. Y también porque no hablaba.

Salía con una chica. Nacha. Hace mucho tiempo. No sé que me veía. Ella estudiaba arquitectura y tenía una biblioteca enorme. Era una habitación entera llena de libros hasta el techo. Eran libros de la familia. Estaban ordenados por temas. La sección de arte era la mejor. “A mi no me gusta leer ficción” me contó una vez. “Si es todo mentira, ¿no?, ¿para qué perder el tiempo con cosas que no existen?”. Igual que la biblioteca, creo que ese pensamiento lo había heredado. La sección de literatura era la más pobre. Yo sabía que pronto íbamos a separarnos. Que iba a pasar el invierno. Iba a llegar el verano. Tan rápido. Se iba a ir a un lugar lindo para las vacaciones. “¿Te gusta ese?”, me preguntó. Otro país. Lo había sacado del estante porque me pareció un libro muy viejo. Estaba todo ajado y con las hojas quebradizas. No era tan viejo en realidad. Debió estar a la intemperie. O en un lugar con mucha humedad. “Te lo regalo”. Y así conocí a James Baldwin. Estaba dedicado a Eduardo. Le pregunté a Nacha quién era, pero ella me dijo que no sabía.

Era un poco triste Nacha. Le gustaba leer filosofía. Me quedaba horas escuchándola hablar del tiempo, de la memoria, de la fe. Antes de que llegase el verano me contó una película que vio. Seguro que con su novio. Era una película oriental. Cuando la gente se moría quedaba en una instancia indefinida. Las almas tenían que irse con un recuerdo, y si todavía no sabían con que recuerdo irse, permanecían en una especie de limbo hasta elegir uno. “Yo elegiría una foto que no existe en realidad”, me dijo. “Una foto en la que están todos posando como una gran familia, todos los que fueron importantes para mí”. Cuando me dejó en casa, antes de que baje del auto me besó y después me dijo “vos estarías en la foto”.

La traducción de Otro país era muy mala me contó Fernando unos días después de devolvérmelo. A mí me parecía raro que Rufus recordara que cuando era chico su hermano montaba a caballo. Si no había salido de Harlem. ¿En dónde montaba a caballo? Fernando me aclaró el asunto. En realidad lo que recordaba Rufus era cómo el hermano se inyectaba. Qué boludo. Y después en otra parte del libro se hablaba de un chico alegre y yo pensaba “¿alegre?, si está hecho pedazos este pibe”, pero claro, en realidad el autor lo que estaba diciendo es que era un chico gay. Estuve buscando ese libro en vano. No sé en donde quedó. Era lo único que tenía de Nacha. Con Fernando hablaba por chat a la noche. Después de comer iba al locutorio y me quedaba hasta tarde. Aldana empezó a pensar también que yo era alcohólico. Su aversión hacia mí fue creciendo lentamente, hasta que un día me dijo que tenía que irse porque, si no, creía que iba a terminar matándome de tanto que me odiaba.

Jorge también me odiaba. Y hacía bien. Nunca traté de comprenderlo. No me iba ni me venía. Era de esas personas que necesitan encontrarles los puntos flojos a los otros. De los que les gusta escarbar y clavar el dedo justo ahí, donde más duele. Yo le daba bronca porque mis puntos estaban muy al alcance de todos. Horacio era su amigo, iban a pescar juntos. Horacio era inseguro, pero cuando estaba cerca de Jorge se sentía mejor. Se burlaba de los otros. Era más despiadado que Jorge, pero en el fondo creo que era más bueno. No sentía placer cuando se burlaba. Lo hacía sólo para que Jorge lo acepte.

Comimos todos juntos el último día que Fernando trabajó en la oficina. Hicimos un brindis y Fernando habló. Nos agradeció a todos por haberlo hecho sentir tan bien durante todo ese tiempo, por nuestro compañerismo. “¿Querés más?” le dijo Mario, después, ofreciéndole un pedazo de torta. “No, ya me satisfizo”. Horacio largó una carcajada. “Satisfizo no, bestia. Se dice satisfació”. Casi hablo. Pero no podía. Fernando se fue y lo borré del chat. No sé por qué. Pasó mucho tiempo. Yo no le tenía ningún aprecio a Fernando. Sentía algo parecido a lo que Jorge sentía por mí. Me daba bronca. Me daba bronca que no se diera cuenta de que todos lo despreciaban, de que le daba asco a la gente. Me daba envidia. Cuando me echaron no hubo almuerzo de despedida. Al día siguiente, al ver mi escritorio vacío, se habrán enterado. Le dejé una nota a Horacio que decía “tenías razón, es del berreta”.

Por suerte, en todos estos años, nadie supo que yo, igual que Fernando, tenía los dientes podridos. Tendría que haber pedido una mañana, un rato de una mañana, cuando me empezó a doler. Pero cuando me empezó a doler ya habían pasado más de diez años, y la verdad es que me daba vergüenza decir que todavía no había hecho el trámite de la obra social.