9.El auto
¡Pedazo de pelotudo!, ¡imbécil!, ¡sacá esa chatarra de acá, enfermo! Esos fueron algunos de los insultos que recibí cuando el 128, modelo 80, se me quedó en medio de la General Paz. Tiene un problema con la batería, me dijo Julio, un amigo al que le llevé el auto para que lo revise, y si frenás, después no lo vas a poder hacer arrancar otra vez. No me preocupé, el trayecto iba a ser corto. Lo que no tuve en cuenta fue que en las ciudades suelen haber embotellamientos que obligan a uno a frenar aunque no quiera. Sólo un insulto me irritó: ¡Pobre! Me gritó un tipo flacucho con los dientes medio podridos desde su Renault 12 desvencijado. Esto ocurrió pocos días después de haber vuelto de Bariloche. Recién separado, me dieron ganas de ir a visitar a mi hermana, que a los 18 se fue a vivir con su novio de ese entonces una vida de porro y artesanías. Casi dos años después de ese incidente mi situación económica cambió, y con el cambio surgió en mí un patético sentimiento de piedad hacia la gente como ese flacucho (y si hay piedad, también hay repugnancia), piedad que no se debe al hecho de que sean pobres, sino que sean de clase media pobre y estén vivos. Definitivamente la justicia no existe en este mundo, si así fuera, la clase media pobre debería desaparecer: no hay peor tormento que padecer todas las locuras de la clase media y carecer del dinero suficiente como para sobrellevarlas. Con la muerte de mi viejo, mi hermana y yo fuimos los beneficiarios de una importante suma de dinero. Lo primero que yo hice fue cambiar el auto; mi hermana, en cambio, se tomó un avión y se olvidó para siempre de la paz y el amor con olor a marihuana.
¡Pedazo de pelotudo!, ¡imbécil!, ¡sacá esa chatarra de acá, enfermo! Esos fueron algunos de los insultos que recibí cuando el 128, modelo 80, se me quedó en medio de la General Paz. Tiene un problema con la batería, me dijo Julio, un amigo al que le llevé el auto para que lo revise, y si frenás, después no lo vas a poder hacer arrancar otra vez. No me preocupé, el trayecto iba a ser corto. Lo que no tuve en cuenta fue que en las ciudades suelen haber embotellamientos que obligan a uno a frenar aunque no quiera. Sólo un insulto me irritó: ¡Pobre! Me gritó un tipo flacucho con los dientes medio podridos desde su Renault 12 desvencijado. Esto ocurrió pocos días después de haber vuelto de Bariloche. Recién separado, me dieron ganas de ir a visitar a mi hermana, que a los 18 se fue a vivir con su novio de ese entonces una vida de porro y artesanías. Casi dos años después de ese incidente mi situación económica cambió, y con el cambio surgió en mí un patético sentimiento de piedad hacia la gente como ese flacucho (y si hay piedad, también hay repugnancia), piedad que no se debe al hecho de que sean pobres, sino que sean de clase media pobre y estén vivos. Definitivamente la justicia no existe en este mundo, si así fuera, la clase media pobre debería desaparecer: no hay peor tormento que padecer todas las locuras de la clase media y carecer del dinero suficiente como para sobrellevarlas. Con la muerte de mi viejo, mi hermana y yo fuimos los beneficiarios de una importante suma de dinero. Lo primero que yo hice fue cambiar el auto; mi hermana, en cambio, se tomó un avión y se olvidó para siempre de la paz y el amor con olor a marihuana.
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