Cerca de las siete de la mañana del sábado sonó mi celular, con ese sonido agudo y molesto que elegí, no por gusto, sino porque los otros sonidos más simpáticos generalmente no logro oírlos y el sistema vibrador no me convence porque si, por ejemplo, guardo el celular en la mochila, la distancia que ésta impone entre las vibraciones del aparatito y mi sensibilidad táctil hace que no me entere si alguien quiere comunicarse conmigo. Jean-Paul, en cambio, parece tener un chip incorporado en su cuerpo, porque su celular puede estar sonando en medio de un lugar extremadamente ruidoso, a una distancia de dos o tres metros de él (Jean-Paul también suele guardar su celular en la mochila y la mochila la suele dejar tirada por ahí), que igual logra percibirlo e interrumpe lo que está haciendo para atenderlo. Lo configuró con una musiquita bastante pegadiza, que en el viaje que hicimos a Rosario, junto a otros eq y un lq (licenciado quemado) el último fin de semana largo, se convirtió en un hit durante las largas veladas de truco y cerveza que pasamos en la terraza del hostel.
Vladimir es el único del grupo que no tiene celular. Dice que es porque no le gustan las nuevas tecnologías y además prefiere aparecer y desaparecer cuando a él se le antoja. El celular, a esta altura de los acontecimientos, no puede considerarse una nueva tecnología y la cuestión de aparecer y desaparecer cuando a él se le antoja se resolvería apagando el celular en los momentos en que quiere desconectarse de su círculo social, reflexionamos una de las noches que pasamos en la terraza del hostel, así que llegamos a la conclusión de que en realidad Vladimir no tiene celular simplemente por su condición de tacaño. Esa conclusión, si bien no es errónea (de hecho Vladimir no fue a Rosario porque considera que viajar es un gasto innecesario), sí es incompleta, y jamás hubiésemos adivinado la otra razón por la cual Vladimir no tiene celular si el viernes no me la hubiese confesado él mismo. Iba caminando por Curapaligüe cuando me pareció verlo a lo lejos. Era Vladimir efectivamente. Ahí estaba, con ese gesto tan típico de él, que consiste en hacer como si estuviera acariciando con su mano derecha la cabeza de un mono que le llega a la altura de sus rodillas, mientras dice “oh, mono, adiós, oh, mono, adiós”. Si bien es una forma muy rara de andar por la calle, ya casi nadie se extraña de esa particularidad de Vladimir, tal vez porque siempre camina por una zona determinada y no hay persona que transite por allí frecuentemente que no lo haya visto varias veces y haya comprobado que, aunque es un poco ridículo, es, ante todo, sumamente inofensivo. Cuando estuve a pocos metros de él le dije “che, Vladimir, ¿qué hacés por acá?”. Cuando me respondió pude notar que había tomado bastante alcohol, tal vez fue por eso que se animó a confesarme su fascinación por los teléfonos públicos. A las siete de la mañana del otro día me llamó para explicarme un poco más el por qué de su fascinación, pero yo estaba tan preocupada por el fantasma que se me había instalado en mi cama que no recuerdo muy bien lo que me dijo. Sé que después de unos minutos le dije "Oh, mono, adiós" y entendió que no tenía muchas ganas de seguir hablando y me cortó. Entre el fantasma, los perros y el sonido insoportable de mi celular que no paraba de retumbarme en la cabeza, tardé bastante en volver a dormirme.
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