Tuesday, May 19, 2009

Excursión

Allá. No cambió el color de la casa. O quizás sí. Seguramente. El color original debió ser otro. Pero por aquel entonces la casa tenía ese color verde acuoso también. Estaba parado en el umbral y yo ahí, acá, debajo de un árbol flaco que había. ¿Qué hacía debajo del árbol? Miraba. Nada en especial. La casa, a Suárez, el cielo despejado. Era enorme. Enorme y pesado. Pensé en la posibilidad de que las maderas del piso se quebraran y Suárez se rompira una pierna. No es mucha la elevación, ya sé, pero pensé eso. La casa está igual y me sorprende. Tendría que haberse caído ya, ¿no? Suárez tenía algo rojo y zapatillas de básquet. Durante casi un mes no tuvimos noticias de él y cuando volvió, los demás decían que estaba muy distinto, que ya no iba a ser el mismo. Solemos hacer esas sentencias, como si supiéramos qué va a pasar más adelante. ¿Y adelante qué hay? Yo pensé que iba tener que describirte toda la casa y ya ves, no es necesario, todavía está ahí. Por suerte. No sé cómo hubiese hecho para describírtela. ¿Cuántas veces nombramos las partes de una casa? Las de afuera digo, porque las partes de adentro las nombramos todo el tiempo, es más, te las podría decir en varios idiomas, no porque maneje varios idiomas, pero quién no sabe eso. Es muy común. En cambio las fachadas, ya casi no las tenemos en cuenta. No sé el nombre de esa parte, ¿ves?, ahí. Ni esas cosas que cuelgan, esas de hierro. Y tampoco sé como se llama lo que sobresale a la izquierda, ahí arriba. Es más, te digo umbral, pero podría ser otra cosa. ¿Ves?, ahí estaba parado Suárez. Sí, vayamos más atrás. Entonces volvió y los otros casi no lo reconocieron. Para mí, la verdad, no había cambiado. Ya sé que estarás pensando que es porque soy como soy. De cualquier manera, te sigo contando. Estábamos todos afuera. Trabajábamos afuera desde hacía muchísimo tiempo por miedo a que se nos cayera encima la casa. Lo que hacía Suárez era llamar a los deudores. Prendía el celular recién cuando veía venir al jefe. Lo veíamos venir como media hora antes, así que cuando finalmente llegaba, Suárez ya había terminado su trabajo. No tenía una lista de deudores, sabía sus deudas de memoria y cuando los llamaba respondían siempre lo mismo: “Por ahora no”. El viaje, sí, es larguísimo. Yo casi siempre terminaba durmiendo ahí, me fatigaba mucho ir y venir todo el tiempo. Suárez, en cambio, era diferente. Tenía un cuerpo muy vigoroso como para quedarse postrado debajo de un árbol, como hacía yo, y además no le gustaba jugar con los otros al fútbol en la cancha improvisada que estaba allá, en donde está esa montaña de monitores. Era muy normal, entonces, verlo correr alrededor de la casa. El umbral, claro. El día que Suárez volvió al trabajo le mandó al jefe el certificado médico por mail, en donde se decía que Suárez padecía una rara enfermedad nerviosa y, sin previo aviso, golpeaba todo lo que tuviera a su alcance, especialmente a personas y perros, pero ahora, gracias a la medicación, se encontraba totalmente controlado y podía reiniciar sus actividades. Al otro día, cuando vimos venir al jefe, Suárez no se puso a ser los llamados, se quedó en el umbral. Yo también noté algo raro en la manera de caminar del jefe. Cuando llegó, se paró frente a Suárez, sin subir los escalones, y le dijo que se alegraba de volver a verlo. Luego subió, le extendió la mano y le dijo amablemente que le hiciera el favor de guardar el certificado en su legajo. Era, claramente, una provocación. Jamás presencié nada igual. Así que lo que siguió no fue ninguna sorpresa, cualquier cosa podía pasar ya. El miedo hizo que me perdiera algo. El jefe entró a la casa. Algo pasó que el jefe se animó a entrar a esa casa. Habrá creído que así, tal vez… la cuestión es que entró y cerró la puerta. Entonces Suárez la rompe con una sola mano, de un solo golpe creo, y saca al jefe por el agujero astillado, que ahora está tapado, no podés verlo, pero no era más grande que esto.




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